Como padres cariñosos aquí en la tierra, nuestro padre divino está intensamente interesado en nuestro bienestar y desenvolvimiento. Él crió un plan para sus hijos con la meta de ayudarnos a progresar. Jesucristo es central a ese plan.
Antes de venir a la tierra, durante qué Mormones llaman de la “existencia pre-mortal”, nosotros vivíamos en la presencia de nuestro padre. Nuestros sentimientos para con nuestro padre, un ser espiritual perfecto con un cuerpo físico inmortal, ciertamente incluyeron grande admiración y respecto, así como hijos aquí en la tierra frecuentemente admiran y respetan a sus padres. Dios probablemente sentía una esperanza divina similar a la esperanza de padres terrenales, la esperanza que los hijos crecerán y progresarán, la esperanza que aprenderán a ser los mejores que pueden ser.
En nuestra existencia anterior, nuestro progreso era limitado. Pero aun así éramos capaces de elegir entre el bien y el mal, vivir en la presencia de Dios ciertamente hizo más fácil elegir seguirlo. Vivir en su presencia, debajo de su protección inmediata, nuestras oportunidades de demostrar independientemente nuestra disposición de hacer Su voluntad eran limitadas, y, por lo tanto, también nuestro progreso espiritual. Éramos como adolescentes que viven con sus padres; aún no benefician del crecimiento y la madurez que viene cuando los hijos salen del hogar y se esfuerzan por elegir por si mismos.
Sin duda Dios deseó darnos la oportunidad de separarnos de su presencia inmediata para permitirnos crecer. La independencia, sin embargo, cría insensatez, especialmente en criaturas tan espiritualmente inmaduros como nosotros. Mientras que la independencia estimularía el desarrollo, inevitablemente elegiríamos pobremente, cometiendo pecados que impedirían ese desarrollo y nos distanciarían de Dios.
Para superar este dilema, Jesucristo ofreció venir a la tierra como nuestro salvador. Él pagaría el precio de nuestros pecados, haciendo posible el perdón si nos arrepintiéramos. Jesucristo es un puente sobre el abismo entre nosotros y nuestro padre, permitiendo que progresemos a pesar de nuestras imperfecciones. Debido a su papel esencial, Cristo es central al plan de Dios y central a la teología Mormona. Así como demostró su unidad perfecta con el Padre en este caso, así es siempre. Uno con el Padre, el Padre lo colocó a su mano derecha; como miembro de la Trinidad, Cristo es digno de nuestra adoración cristiana.
La inmadurez espiritual–el pecado–no era el único obstáculo a nuestro progreso personal. Desemejante a nuestro padre, que posee un cuerpo perfecto e inmortal, nosotros, como espíritus, no teníamos cuerpos físicos. Dios quería que progresáramos físicamente al igual que espiritualmente, pero reconoció que, como seres espirituales inmaduros, no estábamos preparados para recibir cuerpos perfectos e inmortales. Como parte de su plan para nuestro progreso, él eligió proveernos cuerpos imperfectos y mortales. Con estos cuerpos mortales podríamos aprender a controlar pasiones asociadas; entonces recibirían cuerpos inmortales como el de nuestro Padre.
Reconociendo la necesidad de la independencia espiritual para promover el crecimiento, agradecido que Cristo pagaría por los errores de esa independencia, y consciente de la necesidad de proveerle a sus hijos cuerpos físicos, el Padre decidió enviarnos a la tierra para estimular nuestro progreso continúo. Aquí en la tierra, podemos progresar físicamente y espiritualmente.
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